Hay verdades que uno presiente en silencio, como quien oye un reloj oculto marcando la hora. Con Morante, ese tic-tac llevaba tiempo sonando, era cuestión de tiempo que la sangre viniera a reclamar su tributo. Y llegó. Llegó en Pontevedra, sin previo aviso se cumplió la profecía: llegó el hule, llegó la sangre, llegó el tributo que el destino cobra a los elegidos. Dolió verlo. Dolió porque, más allá del mito y del arte, está el hombre: ese hombre que respira, que sangra, que se expone entero para ofrecernos un instante de belleza que no se repite jamás. Y uno, con el corazón encogido, se debate entre el orgullo de haberlo visto y el temor de perderlo. Porque no se puede burlar al hado cuando se le llama tan de frente.
Son ya tantas tardes, tantas genialidades, que parecía un milagro que la sucesión siguiera intacta. Tanta verdad… tanta pureza… que donde otros esconden el cuerpo tras la tela, él expone la femoral.
Decía Belmonte: «Si quieres torear bien, olvida que tienes cuerpo; se torea con el alma». Palabras grandes, pero vacías si no hay quien las encarne. Hasta que uno ve a Morante. Él no torea con el cuerpo: lo niega, lo disuelve. Lo entrega a la geografía de la embestida. Sólo queda el alma, desnuda y alerta, modelando el aire, cincelando el tiempo, dialogando con la fiera como si en ello le fuera la eternidad.
Es tal el ajuste, tal la hondura, que se anula el hombre y emerge el torero absoluto: un ser que ya no pertenece a sí mismo, sino al instante sagrado en que toro y hombre son uno. Y eso, ¡qué glorioso, qué puro, qué excelso! Es el misterio que convierte el toreo en arte y al arte en ofrenda.
Yo temo por Morante. Todos tememos. Porque da la sensación de que le es indiferente dejar la vida en la plaza. Está ahí, una y otra vez, obra tras obra, excelencia tras excelencia, como si cada faena pudiera ser la última. Y si ha de llegar el final, Dios no lo quiera, que le alcance en su ley, de frente y por derecho.
Me sé afortunado: vivo en la época de uno de los más grandes que han existido. Nuestro dios pagano, a quien acudimos como fieles peregrinos, no sólo para verle torear, sino para asistir al rito donde el alma se impone al cuerpo y la verdad, inevitable, se escribe con sangre.
Toda la fuerza, maestro José Antonio Morante Camacho.
Escrito por Álvaro Cabello