Amanecía Madrid con una luz otoñal, tibia y melancólica. Dormimos con la ilusión intacta, la misma que late en los niños la víspera de Reyes, y al despertar supimos que estábamos frente a una jornada irrepetible. Los veteranos, guardianes de la memoria, se dirigían a la plaza para reencontrarse con Curro Vázquez, Frascuelo o César Rincón; los más jóvenes nos sentíamos privilegiados de contemplar a quienes hoy suenan como plegaria viva. En los tendidos se mezclaban arrugas, cicatrices y recuerdos de faenas que quedaron grabadas en la arena, y miradas que ya habían visto demasiadas despedidas.
Hoy no se toreaba para la gloria, sino para la memoria. Para el recuerdo de Antonio Chenel “Antoñete”. Cada vez que se pronunciaba su nombre, el aire parecía temblar con el peso de lo que fue y sigue siendo.
Doce en punto de la mañana, los acordes de Genial Antoñete rasgaron el silencio y despertaron emociones profundas. Alguna lágrima inevitable se deslizó por mejillas curtidas, porque todos sabíamos que lo que íbamos a presenciar era historia viva. Y entonces, los toreros cruzaron el albero y el aire pareció cargarse de lo eterno, de lo imperecedero cuando el tiempo ha pasado.
A Curro Vázquez no le hicieron falta más de cuatro tandas para mostrar su colosal toreo, que, a pesar de su longevidad, sigue intacto. El alma es la misma, y ahí reside el toreo. Es imperecedero. El temple colosal de aquellas trincheras fueron un tributo al toreo añejo. En la primera tanda, ya me descubrí preguntándome: ¿por qué no habré nacido antes? Aquella estocada de suma pureza, le valió un nueva Puerta Grande de Madrid, como antaño. La plaza se volvió un delirio. Es una tarea ardua narrar lo que allí se sintió al ver a Curro Vázquez dar una vuelta al ruedo tras cortar dos orejas en Madrid.
Imagínense tener setenta y siete años, y que te llamen de improviso, para decirte que mañana toreas en Madrid. Dantesco. Seguramente sería lo que escuchó Frascuelo, y él, respondió al llamado de la historia como quien cumple con un deber que va más allá del tiempo. Más toreo añejo.
Rincón, eterno César. Con la entrega y la verdad de tiempos memorables, como si no hubiesen transcurrido las eras, nos transmudamos a otra época al verle cuajar a un toro. Las distancias, la manera de girar sobre los talones, el ofrecer el pecho… evocaban al del blanco mechón.
También Ponce y Pablo Hermoso sumaron su magisterio, confirmando que aquel día la plaza se había llenado de maestros y memoria, y entonces llegó el momento que nadie olvidará.
Quince de mayo del año sesenta y seis. O eso parecía cuando por los toriles de Las Ventas aparecía un toro blanco, ensabanado, y sobre él, la divisa verdiblanca de Osborne. Frente a él, el hombre que había querido regalarnos este día del que les hablo, Morante de la Puebla. Y ahora que todos éramos morantistas…
Nadie lo dijo, pero quizá, lo intuíamos: aquella mañana era prólogo de un adiós mayor.
Y llegó la tarde.
Y en nuevo aditicio al homenaje, de Chenel y Oro trenzó el paseíllo Morante. Acudíamos a la plaza con la resaca emocional de los sentimientos vividos y encontrados aquella bella mañana. Acudíamos también, a despedir a Fernando Robleño. Gracias Fernando, por tu sacrificio constante y tu entrega sin medida al toreo. Gracias, torero de Madrid.
Morante abrevió con el imposible segundo. Ese rostro de Morante con cara de aflicción ya lo conocemos. “El que quiera más que vuelva mañana”. Esta vez no habría un mañana. Pero sí que habría una última faena. Aquella tijerilla de rodillas al más puro estilo gallista saludó al cuarto de la tarde. Después, hubo chicuelinas de mayúscula cadencia. En una de ellas, el burel acometió por el torero, sufriendo este una aciaga voltereta. Conmocionado, Morante no se movía del suelo. La plaza contuvo el aliento. Cuando se iba atisbando el viso del hule, Morante lo detuvo, y se erigió. La ovación lo sostuvo. No podía caer aquel día. No él.
Y entonces, toreó con el valor más puro, con los muletazos más majestuosos por ambas manos y epilogó con una estocada que parecía tallada en memoria. Dos orejas. Una vuelta al ruedo que olía a eternidad. La emoción era tangible, se podía tocar, respirar y llorar.
Entre el murmullo y la incredulidad de la plaza, Morante se dirigió a los medios. Sus manos buscaron la coletilla y, con un gesto que parecía detener el tiempo, se la retiró mientras los tendidos lloraban con él. Lloraba Morante, lloraba el toreo. Aquel beso que depositó en la coleta fue el más sincero, el más profundo. Se nos iba. Se acabaron los toros, dijo el Guerra una vez. Dejó su figura suspendida entre la emoción y la eternidad, y con ella un vacío que pesa más que cualquier derrota.
Cuando se presentó en los medios y se quitó la coleta, el llanto de los tendidos no era solo tristeza, sino gratitud. No solo un acto de torero, sino un acto de generosidad hacia todos los que aman el toreo y la belleza. Su despedida no fue solo un adiós, tal es su generosidad, su amor por el torero, que lo llevó a honrar a Chenel, un gesto que reflejó toda la grandeza de su corazón.
Recordé entonces todas las tardes de gloria, de aquellas verónicas, de aquel garbo torero, de aquellos molinetes invertidos, de aquellas trincheras, de aquellas tardes de ilusión inconmensurable sabiendo que íbamos a ver a Morante.
Morante es tan grande que decidió convertirse en mito, sin que un toro lo mate en la plaza. Es tal su grandeza que antepuso al torero frente al hombre para hacernos felices y dejar huella en las páginas doradas de la historia taurina. Toda esa lidia a las embestidas de su mente, mucho más ardua que el más fiero toro, fue por el toreo.
Aquella jornada, el toreo se miró en su propio espejo y vio pasar su historia.
Por la mañana, los viejos maestros le recordaron de dónde venía. Por la tarde, Morante le mostró hasta dónde podía llegar.
Y al caer la noche, el arte entero comprendió que algo se acababa, sí, pero también que la belleza, cuando es verdadera, no se extingue, se aferra al tiempo.
Desde entonces, el toreo anda un poco más solo.
Pero también un poco más alto.
Gracias don José Antonio Morante Camacho, vuelva cuando quiera, nosotros le estaremos siempre esperando.
Gloria a Morante, gloria al toreo.
Escrito por Álvaro Cabello