Si no fallan mis cuentas, nos encontramos en el XIV d.M. El decimocuarto día después de Morante. Exactamente los días que he tardado en reflexionar y, a duras penas, ser capaz de volver a empuñar la pluma. Han sido jornadas de desconcierto febril, de pensamientos enredados, de preguntas que vuelven una y otra vez: ¿Y si hubiera sido una oreja? ¿Y si no se hubiese repuesto de aquella pavorosa voltereta? ¿Y si no se hubiera obrado aquella faena? ¿Y si aquella estocada…? Podría seguir así indefinidamente. Así han sido mis días, una sucesión incesante de "y si". Quizá hoy, catorce jornadas más tarde, empiece por fin a deshacer el nudo de la garganta y encontrar palabras para lo que siento.
Se nos fue. Todos lo intuíamos, aunque preferíamos ignorarlo, ahogarlo en la dicha. “No lo pienses, disfruta”, me repetía a mí mismo desde el cemento venteño. Pero lo pensaba. Desde aquella bendita mañana, lo pensaba. Y sí, al final el milagro nos fue esquivo y se marchó.
Son muchas las preguntas que nos quedan, la más grande de todas: ¿volverá? Una incógnita. Dejémosla para otra ocasión. Hoy toca comprender lo que significa el vacío de su ausencia.
El crisol de las esencias.
Se ha marchado un coloso del toreo. Un auténtico genio que ha tenido el afán de empaparse no solo de la historia, sino de la más pura esencia del arte de Cúchares, por amor al toreo. ¿Se ha ido el mejor de la historia? La pregunta es vana, casi ridícula. En una disciplina de la longevidad de la tauromaquia, es tarea ardua determinar un “mejor de la historia”. ¿Quién es el mejor poeta de la historia, o el mejor pintor? Pues eso. Yo no sé si Morante será el más sublime torero de todos los tiempos. Desde luego que sí lo es entre los que mis ojos y mi afición han presenciado. No sé si será el mejor de la historia, pero sí ha sido todos los mejores de la historia condensados en un solo cuerpo.
Capote, banderillas, muleta y espada: lo ha tenido todo. Posee el capote gitano de Rafael de Paula, ese movimiento de brazos garbosos, trenzado con la verónica majestuosa y cadenciosa de Antonio Ordóñez. En sus manos, ambas esencias se funden en una simbiosis excelsa. Cada recibo de capa de Morante es un bordado en oro sobre seda, un tributo vivo al toreo clásico. Con los palos, su pureza ha sido inigualable. Y con la muleta… esa manera de ligar en una baldosa, sin perder un solo paso, con el empaque más ceñido a la verdad y el arte más alto que pueda imaginarse, es digna de alabanza eterna. Cuando hunde el mentón y se cruza al pitón contrario, la sombra de Belmonte nos visita. Cuando liga en redondo, es el mismo Joselito. Cuando se adorna, se intuye a Chicuelo.
He oído más de una vez que a Morante solo le ha faltado inventar un pase. Se equivocan. No hace falta. ¿Para qué crear cuando se puede resucitar lo eterno? A Manolete, cuando lo acusaban de original, él lo negaba rotundamente; supo llevar a la máxima expresión el toreo, pero tampoco fue fundador de ningún pase. Lo mismo sucede con el de La Puebla. Morante no ha inventado nada, pero, ha desvelado, ha destapado pases que ningún otro osa –o sabe– interpretar. Ahí tienen el Galleo del Bú.
Su toreo fue una peregrinación hacia lo absoluto, una búsqueda interior constante que rozó lo sublime y, a menudo, lo tocó. Y cuando llegó al límite de la perfección, cuando ya nada podía hacerse mejor, decidió que era el momento del silencio. Un gesto de altura, de torero que sabe irse.
Y todo eso, mientras lidiaba con un toro oscuro y personal que le habitaba por dentro. Morante sacrificó al hombre para salvar al torero. ¿Y para qué? Para llevar el toreo al séptimo cielo. Sin redes, sin artificio, sin propaganda, puso el toreo en boca de todos. Su duende bastaba. Eso es el genio: no necesitar más que la verdad de su propio ser.
El final del naufragio.
No sé si volverá, si podrá el genio vivir sin torear. Lo dudo. Ese diálogo, solo él podrá resolverlo consigo mismo. Yo, por mi parte, me quedo con los momentos inenarrables en los que fui feliz viéndolo torear; con aquellas tardes en que mi ánimo dependía de su estado, de su capricho, de su misterio. Hemos sido inmensamente dichosos gracias al toreo que nos regaló.
Y además de genio, fue hombre generoso. Nos regaló aquel doce de octubre, patrimonio de nuestra biografía sentimental, y hasta en su despedida tuvo la elegancia de rendir homenaje a otro, a otro grande. Tal es su generosidad casi sacrificial.
Ojalá vuelva. Yo lo deseo con toda el alma. Pero no seré yo quien lo implore. Tal vez lo más justo, lo más humano, sea dejarlo marchar. Que halle la paz consigo mismo, que descanse. Porque aquí, entre nosotros, ya lo ha hecho todo. Su obra está completa. Al menos, por ahora.
Y así finalizo este escrito, que me ha costado cada sílaba como si doliera el alma. Lo hago mientras escucho, una y otra vez, la marcha procesional "Virgen del Valle". ¿Por qué? Porque cuenta la historia de un naufragio. Vicente Gómez Zarzuela la compuso en memoria de un amigo ahogado, y lo curioso es su final, que recuerda el sonido de un corazón que se apaga. Hoy, sin Morante, naufragamos también nosotros en el vacío. Y si realmente este es el final, si de verdad se ha ido, entonces también se oye, lento e ineludible, un corazón que se está apagando....
Escrito por Álvaro Cabello