Cuando el indulto deja de ser premio a lo irrepetible y se convierte en rutina festiva, la Fiesta misma se desdibuja. El pañuelo naranja, cada vez más desmesurado y caprichoso, es el preludio de una deriva: las corridas sin muerte, la disolución de la suerte suprema, el principio del fin de la liturgia taurina. No podemos permitir, bajo ningún concepto, que esta deformación se normalice. Porque, sin darnos cuenta, son los propios asistentes a la plaza —los que se presuponen “aficionados”, los que deberían acudir con conocimiento y respeto por la solemnidad del rito— quienes están avalando, con su aplauso fácil, esta distorsión. El pasado sábado, en Marbella, se concedieron tres indultos. Tres. Una corrida extraordinaria de El Freixo, sí, pero ninguna de sus reses mereció legítimamente tan alto privilegio. Que no se equivoque nadie, la corrida de toros no es verbena, ni algazara ni desahogo. No es terreno para la superficialidad del espectador dominguero. La tauromaquia es una ceremonia que exige profundidad, conocimiento y respeto.
El Reglamento Nacional, en su artículo 83, establece que “en las plazas de primera y segunda categoría, cuando una res, por su trapío y excelente comportamiento en todas las fases de la lidia, sin excepción, sea merecedora del indulto, podrá conservar la vida al objeto de su utilización como semental, y de preservar en su máxima pureza la raza y la casta de las reses”. Hoy, sin embargo, se indultan toros sin trapío. Toros que no cumplen con ese comportamiento completo, que apenas se emplean en el caballo, que no muestran codicia ni fiereza, y que sólo destacan por su nobleza y docilidad en la muleta. Toros dulces, pero no bravos. Colaboradores, pero no encastados.
Todo esto nace, de forma inequívoca, del profundo desconocimiento que muchos tienen del reglamento y del sentido sagrado de la Fiesta. Ese público no aficionado —que después pontifica desde el tendido con verbo necio— pide el indulto como si de un trofeo más se tratara, como un gesto de admiración hacia el torero. Pero el indulto no es eso. No es una recompensa al matador, sino una honra exclusiva al toro. El toro que merece vivir debe ser un monumento a la bravura. Todo lo demás es un vil engaño, por muy festivo que parezca.
Tampoco se piense que por indultar toros nobles se fomenta la cabaña brava. Nada más lejos. En México y demás países latinoamericanos, en los últimos tiempos, se indultan toros con frecuencia, y, sin embargo, el nivel de bravura y casta está en caída libre. ¿Queremos seguir ese camino?
El toro bravo no se mide por su obediencia ni por la duración de sus embestidas. Se mide por su fondo de casta, por su emoción, por su poder. Por su forma de pelear en varas, por su acometividad sostenida y su fiereza. La dulcificación del toro es la antesala de su desaparición. Si seguimos así, acabaremos lidiando carretones vivientes, sin alma, sin peligro, sin historia.
Este asunto requiere regulación urgente y máxima exigencia. Muchos aficionados —a los que me uno— proponen, con buen criterio, medidas que deberían integrarse cuanto antes al Reglamento Nacional. En primer lugar, limitar el indulto a plazas de primera categoría. Además, exigir la obligatoriedad de volver a poner el toro al caballo antes de conceder el indulto, para despejar cualquier duda sobre su bravura. Y, finalmente, el torero no debe recibir trofeos, puesto que no culmina la lidia ya que no ha ejecutado la suerte suprema. El honor es del toro, no del hombre.
Urge preservar la integridad del rito taurino. Porque si se pervierte el indulto, si se le despoja de su sentido trascendente, la Fiesta entera se vacía. Defendamos la pureza. Defendamos la verdad. Porque sólo con verdad puede vivir el arte más solemne jamás concebido.
Escrito por Álvaro Cabello