Como cada mayo, fiel a su cita con la costumbre y la devoción, Córdoba celebró su Feria Taurina en honor a Nuestra Señora de la Salud. Este año, además, con el marco conmemorativo del centésimo vigésimo quinto aniversario de la muerte de Lagartijo, figura totémica del toreo cordobés. Sin embargo, el ciclo —si es que merece tan solemne palabra— se deslizó con la levedad de un suspiro, con la fugacidad de quien pasa sin querer molestar. Tres festejos lacónicos, deslavazados, disfrazaron lo que debería ser el pilar central de una plaza de primera categoría. Eso dice el cartel. La realidad, sin embargo, escribe otra crónica.
Los precios elevados, los toros sin presencia y un ambiente más propio de caseta de feria que de templo taurino fueron los verdaderos protagonistas de un ciclo que, más que celebrarse, se consumió a regañadientes. La plaza, otrora orgullo de la ciudad, sobrevive hoy entre suspiros de lo que fue, viviendo del eco de una memoria que se desvanece. La estructura fue famélica: una novillada y dos corridas, que dejaron más hastío que pasión. Córdoba, con su historia, su estirpe y su arte, merece una feria de verdad: una semana entera, con encastes diversos, novilladas con y sin caballos, rejoneo y carteles con sentido. Pero claro, ¿cómo pedir una feria si, de tres tardes, en dos el aforo se medía en abrazos?
La respuesta podría estar, simplemente, en volver a mirar al pueblo. El toro es del pueblo y para el pueblo. Y al pueblo se le ha cerrado la puerta. Veinticinco euros por una entrada en andanada, bajo el sol inclemente cordobés, es una broma de mal gusto. Para pagar eso hay que tener afición. Y aquí, ya ni eso nos sobra. Porque esa es otra: en Córdoba la afición se ha vuelto débil, dispersa, desmemoriada. Esta feria nos dejó escenas casi surrealistas: picadores ovacionados por no picar, avisos protestados como si fueran actos de lesa majestad, y público pidiendo música en cada tercio, incluso en el de varas. En el de varas, señores. Como si todo fuese un musical.
En este desierto de despropósitos, al menos hubo una pequeña victoria que merece ser celebrada. La Banda de Música Cristo de Amor, titular del coso, atendió la sugerencia de acompañar las faenas desde el primer muletazo de cada tanda, y no desde el cuarto como solía. Un gesto sencillo, pero revelador: cuando se quiere, se puede. Gracias y enhorabuena.
Pero volvamos al ruedo. El capítulo ganadero fue, directamente, un insulto. La corrida de El Pilar parecía una novillada para plaza de tercera. Toros sin presencia, anovillados, faltos de trapío. La de Domingo Hernández, algo mejor presentada, tampoco llegó a lo exigible en una plaza que presume de primera categoría. Todo por debajo del umbral de la decencia taurina.
El palco presidencial, en cambio, decidió no complicarse la tarde: regaló orejas a golpe de pinchazo, premió faenas irrelevantes y olvidó que el pañuelo verde existe. Los toros inválidos se los tragó el público desde la salida hasta el arrastre. Las mulillas, por su parte, necesitaron tiempos bíblicos en cumplir su cometido, tal vez para dar tiempo al presidente a sacar el blanco y seguir repartiendo trofeos como si fueran caramelos.
El ambiente en los tendidos era un espejo de la feria exterior: un ir y venir constante de vasos largos y conversaciones ajenas al ruedo. La imagen fue patética. Sirva esta perla de ejemplo: un espectador preguntaba en voz alta qué era eso del cambio de tercio a un acomodador de la plaza que no permitía el paso durante la lidia hasta el mismo. A partir de ahí, cualquier comentario sobra. Y para colmo, todos se sentían obligados a narrar la corrida como si estuvieran en la mesa de comentaristas, usando argot taurino como si se lo hubieran aprendido de memoria esa misma mañana. El resultado: un sainete.
Y, sin embargo, entre el fango, alguna flor quiso asomar. El primer día, un joven novillero de la tierra, Manuel Quintana, dejó destellos de clasicismo y buen gusto. No fue una obra completa, pero sí un guiño esperanzador. El segundo festejo, con Miguel Ángel Perera, Emilio de Justo y Borja Jiménez, sirvió para lidiar una corrida de El Pilar tan inválida como olvidable. A Perera se le regaló una puerta grande con más voluntad que mérito. Y el domingo, con cartel de lujo, se llenó la plaza: Manuel Román se doctoró como matador, junto a Juan Ortega, que cortó dos orejas regalo de la casa, y un Roca Rey que sumó su cuarta puerta grande consecutiva en Los Califas, manteniendo su idilio con la plaza. Los toreros, en general, cómplices de la farsa, torearon para la ignorancia y cortaron trofeos con más teatro que toreo.
En definitiva, Córdoba no está perdiendo su feria: está dejándola morir. Poco a poco, sin duelo ni protesta, sin siquiera el decoro del luto. Lo que fue catedral del toreo es hoy un escenario vacío, mantenido por la nostalgia de quienes aún recuerdan. Nos queda el nombre, la fachada, el rito hueco... pero se ha perdido el alma. La ciudad que vio nacer a Lagartijo, Guerrita, Machaquito, Manolete, El Cordobés... Si levantaran la cabeza… Hoy celebra una feria sin pulso, en la que el toro es excusa y la afición una ficción. Y esto no es cuestión de carteles, ni de ganaderías: es una cuestión de identidad. Porque una plaza de primera no se mide por su historia escrita, sino por la exigencia viva de su gente, por el respeto al toro y al rito sagrado del toreo. Mientras Córdoba siga vendiendo pasado como si fuera presente, no habrá regreso posible. Que nadie se engañe: no estamos en decadencia... estamos en la rendición.
Escrito por Álvaro Cabello