Francamente, el cartel de hoy en Madrid me producía una pereza infinita. Un elenco compuesto por tres toreros acostumbrados a alargar en exceso sus faenas, abusando de un repertorio hueco, reiterativo y carente de contenido. Y, lamentablemente, la realidad no contradijo mis sospechas. La tarde fue un desfile de vulgaridades, un ruedo poblado de mantazos y pases sin alma. Según me enseñaron quienes de esto sabían, eso no es torear. Será otra cosa, pero desde luego, torear no es. Cientos de muletazos mecánicos, insípidos, lanzados uno tras otro sin hilván, sin decir absolutamente nada. Y todo envuelto en faenas eternas que sólo sirvieron para desgastar la paciencia del respetable.
Miguel Ángel Perera abrió la tarde fiel a su estilo, extensísimo en los tiempos y generoso en pases que no dejan poso. Con su primero, un toro desfondado y carente de empuje, la faena naufragó por falta de temple, limpieza y sentido. Abundaron los muletazos sin ton ni son en una labor interminable y plana, rematada con una estocada trasera.
Tampoco logró imponerse al cuarto, un astado que ofrecía algunas más posibilidades. Perera se mostró incómodo, sin terminar de acoplarse, y de nuevo faltó pulcritud en los trazos. La faena, tan larga como la anterior, derivó en hastío general. Mató de una estocada caída y tendida.
Fernando Adrián, por su parte, apostó más por el efectismo que por el toreo fundamental. Al cuarto, noble, flojo, pero de buena condición, le instrumentó una buena tanda de derechazos, limpia y ligada, pero el resto fue un cúmulo de adornos gratuitos, abundantes espaldinas y muletazos intrascendentes. La media estocada con que rubricó fue defectuosa.
En el quinto, tras un tercio de varas sencillamente espantoso, se encontró con un toro encastado, exigente, que transmitía emoción. Y Adrián no estuvo a la altura del compromiso. Se vio superado, incapaz de someter al animal, y optó por la vía de los trapazos y trallazos sin alma ni sentido. La estocada, desprendida, puso fin a una oportunidad desaprovechada.
Tomás Rufo con el tercero, de escaso fondo, dejó una faena deslavazada, plagada de muletazos sin mando ni cadencia. Todo resultó plano, incoloro. Mató de una media estocada defectuosa.
El sexto fue el mejor toro del encierro: con ritmo, cierto estilo y claras opciones de triunfo. Rufo logró hilvanar una buena tanda de derechazos, de mano baja, templados y ligados; fue lo mejor de toda su tarde. Pero con la zurda se diluyó, no encontró el sitio ni la distancia. Volvieron los trapazos y la faena se volvió errática, sin estructura. El cierre por bajo tuvo su gracia. Pinchó antes de dejar una estocada efectiva. Incomprensiblemente, se pidió la oreja. No sé muy bien por qué, pero se pidió. Bien el presidente al no concederla, la dignidad del palco, por una vez, estuvo por encima del griterío.
En definitiva, la tarde dejó un poso de hastío y decepción. Faenas interminables, carentes de verdad, en las que predominó el artificio sobre el toreo sentido. Lo visto en el ruedo no fue más que una sucesión de pases vacíos, sin alma ni profundidad. Madrid merece otra cosa, algo más que el espejismo de una tauromaquia que confunde cantidad con calidad.
LA RESEÑA
Plaza de Toros de Las Ventas, Madrid. 21ª de abono. 1/6/25. Lleno de “no hay billetes”.
Toros de El Parralejo 🟡🟢: mal presentados. El primero descastado, el segundo tan noble como flojo, el tercero se paró pronto, el cuarto algo descompuesto, el quinto temperamental y exigente, y el sexto con ritmo.
Miguel Ángel Perera (gris plomo y azabache), silencio y silencio.
Fernando Adrián (purísima y oro), silencio y silencio tras aviso.
Tomás Rufo (corinto y oro), silencio y ovación tras petición.