El toreo es una escuela de verdad. No solo exige valor y técnica, exige tiempo. Tiempo para madurar el oficio, para asimilar lo aprendido, para dotar de sentido cada lance. No se forja un torero en tres tentaderos ni se mide su porvenir en una tarde. La novillada de repesca celebrada en Villaluenga del Rosario volvió a recordarnos, con crudeza, que a veces el toreo no cabe en un veredicto.
Uno de los nombres que no pasó inadvertido fue el de Luis Montero, novillero bisoño, sí, pero dueño de una expresión singular. Aunque aún en proceso de depuración técnica —lo cual no solo es comprensible, sino esperable en alguien que lleva pocas novilladas a la espalda—, dejó entrever un concepto clásico, sereno y sin artificios. Toreó sin atajos, sin buscar la complicidad fácil, mostrando una personalidad que, con el tiempo y la dirección adecuada, puede convertirse en algo auténticamente valioso.
Sin embargo, su nombre no figuró entre los destacados. Otros, de trazo más efectista y gesto más aprendido, ocuparon los puestos de privilegio. Y es aquí donde se abre una grieta que merece ser observada con lupa: ¿están los criterios de selección en consonancia con la profundidad del toreo? ¿O, acaso, se están priorizando destellos por encima de la raíz?
No es esta una crítica a los compañeros, todos ellos entregados y con virtudes propias, sino una llamada a la reflexión sobre el modelo que se está transmitiendo. Porque formar toreros no es premiar al que más conecta con el tendido en una tarde, sino al que, aunque aún por pulir, guarda la semilla de lo esencial.
La tarde estuvo marcada, además, por una escena que incomodó incluso a quienes no eran parte. Frente a las cámaras de televisión —que, una vez más, cumplieron su función promocional en favor del escalafón menor—, se deslizó una corrección pública hacia el propio Luis que sonó más a reprimenda que a guía. No fue tanto el fondo como las formas: el tono, el marco, la exposición. La enseñanza requiere rigor, sí, pero también equilibrio. La autoridad, más que imponerse, ha de inspirar respeto.
La pedagogía del toreo no se improvisa desde el burladero en tardes de cámaras; se construye, con paciencia y compromiso, en los patios de cuadrillas y en las plazas de tienta. Solo desde ahí puede entenderse y modelarse a quienes apenas comienzan.
Afortunadamente, hay también quienes prefieren permanecer al margen del ruido, sin buscar protagonismo ni reconocimiento, y aun así siguen dejando huella. Ese día, entre bambalinas, una de esas presencias discretas supo estar cerca de Luis con la templanza de quien entiende el valor del silencio. Sin necesidad de palabras mayores, ofreció respaldo, mesura y cercanía. Fue un gesto sobrio, pero elocuente; un acto de afecto sincero hacia el hombre y de respeto cabal hacia el toreo.
Luis Montero, por su parte, aceptó el resultado con una madurez honorosa. No buscó culpables, no recurrió a lamentos. Toreó con el corazón y se fue con la cabeza alta. Quienes lo vieron con atención, sin prejuicio ni ruido, saben que dejó una huella. No en las clasificaciones, pero sí en la memoria de los que reconocen la verdad más allá de un palmarés indebido.
La novillada concluyó, sí, pero dejó preguntas abiertas: ¿qué modelo de torero queremos formar? ¿Cómo evaluamos el valor de lo puro? ¿Qué responsabilidad tienen quienes ostentan el papel de formadores? La exigencia es necesaria, pero debe ir acompañada de coherencia. El futuro no se construye solo con aplausos, ni con un palmarés, ni con cámaras. Se construye con acompañamiento sincero, con paciencia, y con verdad. Solo si defendemos y respaldamos a quienes llegan con ilusiones limpias, seremos dignos de perpetuar esta bendita liturgia que es el toreo.
Escrito por Álvaro Cabello